Sin palabras
Alejandro Diep Montiel
Acostumbro planear las cosas y me gusta la puntualidad. Mi boda, sin embargo, empezó tarde, lo que ocasionó que me estresara. Los minutos que teníamos para llegar al casamiento por lo civil se consumían con cada foto que nos tomábamos fuera de la iglesia.
Ella se veía hermosa con su vestido blanco, y darme cuenta de que viviríamos juntos me emocionaba, pero también aumentaba mis nervios. Quería que todo marchara sin contratiempos. Tuvimos que salir apresurados al salón de fiestas, pues los invitados ya estaban esperándonos para que se iniciara la ceremonia.
Siempre he sido tímido y de poco diálogo, por lo que me sorprendí cuando, después de firmar el acta, el juez me pidió que le dedicara algunas palabras a mi esposa. Jamás había visto esto en las bodas. El abogado solo se ocupaba de sus asuntos, pronunciaba algún discurso y terminaba el acto.
Simplemente, me tomó desprevenido. Mis ideas se esfumaron y lo único que atiné a decir fue “¡Felicidades!”. Los asistentes soltaron la carcajada y yo seguía sin que se me ocurriera algo adecuado para la ocasión. Mi madre, quien tiene un vocabulario más extenso, me susurró algunas frases que yo repetí al micrófono.
Me habría gustado decirle algo mejor, expresarle cuánto la amaba y que anhelaba vivir con ella. Incluso, recitar alguna canción de esas que salen del alma. No pude hacerlo en ese momento, y por eso me encargo de demostrárselo, cada día, sin palabras.