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El día que aprendí a nadar

El día que aprendí a nadar.

Alejandro Diep Montiel

El día que aprendí a nadar quedó fijo en mi memoria. Tenía unos 12 años. Durante unas vacaciones familiares, al llegar al hotel y desempacar las maletas, me di cuenta que mi salvavidas tenía un agujero. Con tristeza en la cara, observaba la llanta inflada de mi primo mientras que la mía solo era un bulto de plástico que yacía en el suelo.

Mi madre consiguió un parche para tapar la fuga, sin embargo no podría salir a nadar en tanto no se secara el pegamento, más o menos hasta el siguiente día. Mi tía nos dijo que alternáramos la otra llanta entre mi primo y yo para ir a la alberca. Un rato la usaría él y después me tocaba a mí.

Así lo hicimos unos minutos hasta que, como niños que éramos, tuvimos una pelea durante mi turno. Él reclamó lo que le pertenecía y yo enojado se la devolví. Y fue entonces que sucedió. Resentido como estaba, salté al agua y comencé a moverme desesperado. Pataleaba y movía los brazos adelante y atrás. Con dificultad, alcancé a flotar y avancé lentamente hasta partes más profundas de la alberca y de regreso. El orgullo me obligó a cumplir mi objetivo: nadar completamente sin necesidad de otra cosa más que mi cuerpo.

No fue lo único que aprendí ese día. Comprendí que por mucho que necesitemos a los demás, hay ocasiones en que tienes que salir a flote por tu propia cuenta.

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